martes, 30 de marzo de 2010

Perdida

Mientras se dirigía al despacho del marqués de Wakefield, los sucesos del día se arremolinaban en la mente de Amelia, provocándole una desconcertante intranquilidad. Había algo que no estaba bien, un elemento que fallaba.

Después de dar algunas vueltas más, había descubierto que la casa que buscaba estaba delante de sus narices. Había estado parada prácticamente enfrente de ella y ni siquiera se había dado cuenta. Relajada, por fin, había llamado a la puerta y un mayordomo, impecablemente vestido, la había hecho pasar. Tras explicar lo sucedido, la almidonada ama de llaves le había comunicado que el señor no se hallaba en la mansión en ese momento por lo que debía esperarlo en la salita. No tenía ni idea de cuánto tardaría en volver pero había ordenado que la mantuvieran esperando el tiempo que fuera necesario, por lo que Amelia no había tenido más remedio que sentarse en el cómodo sofá azul que presidía la habitación y esperar pacientemente. Al menos, durante las primeras dos horas. Después de ese tiempo había empezado a experimentar repentinos cambios de humor. Había pasado del cansancio a la impaciencia y de la impaciencia a la ira más absoluta en cuestión de segundos. Cuando, cuatro horas y veintitrés minutos después, le habían comunicado que el hombre la esperaba en su despacho había tenido que inspirar profundamente en un desesperado intento de tranquilizarse un poco. No mucho. En cuanto dejase de echar humo por las orejas podría darse por satisfecha. Así, tras unos instantes de relajación, había emprendido el camino que la había llevado directamente a la enorme puerta de roble frente a la que se hallaba en ese mismo instante. Y durante todo el trayecto no había logrado sacarse de la cabeza que había algo que iba mal. Tras golpear con los nudillos la madera, esperó...

Había algo...

Tras unos instantes en los que el silencio fue lo único que le respondió al otro lado, volvió a llamar, un poco más fuerte esta vez.

Aquel hombre con el que se había encontrado...

Desde el otro lado, una voz grave y profunda le ordenó que pasase. Mientras asía el pomo la luz de la comprensión ilumino su mente.

Aquel hombre había pasado de llamarla milady a dirigirse a ella con el simple tratamiento de “señorita”.

La puerta se abrió y ella entró en la habitación.

¿Como lo había sabido?

En cuanto alzo la vista lo supo. Sí, algo fallaba. De hecho, las cosas iban realmente mal...

Había llamado sucio bastardo a su jefe.

Amelia recordaría durante el resto de su vida la mirada burlona que Derek Michael Edward Rumsfeld, IX Marqués de Wakefield, le dedicó cuando la tuvo frente a él.

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