sábado, 24 de noviembre de 2012

Cuento



Un solitario copo de nieve cayó sobre la nariz de un niño que permanecía oculto en las sombras de aquel oscuro callejón. El pequeño sopló con suavidad, deshaciéndose de aquel incordio helado que lo había arrancado de su ensoñación. Sintiendo, de golpe, el frío que comenzaba a filtrarse por su grueso abrigo gris, se encogió bajo la prenda y metió las manos en los bolsillos. Su mirada volvió a las ventanas iluminadas que había estado contemplando instantes antes, a aquellas siluetas oscuras que aparecían y desaparecían constantemente en los vanos y le hacían testigo de la frenética actividad que tenía lugar dentro de las viviendas. Las luces de colores parpadeaban aquí y allá, adornando árboles y fachadas, proclamando al mundo las fechas tan señaladas en las que se encontraban.

Con un pesaroso suspiro, el crío se alejó de la pared en la que se había apoyado y emprendió el camino de regreso. Sus pequeños pies se movían con dificultad en la nieve, enfundados en unas botas desgastadas que hacía mucho tiempo que no suponían ningún impedimento para que el agua y el frío se filtraran y empaparan unos calcetines que, muy probablemente, habrían conocido tiempos mejores.

Un fuerte estornudo convulsionó su cuerpo y, con cierta dificultad a causa de sus manos entumecidas, se sonó ruidosamente. Si su madre estuviera junto a él le reñiría por semejante muestra de mala educación. “A nadie le interesan tus mocos”, le diría. “Uno se suena en silencio y sin llamar la atención”, le explicaría. O tal vez no.

Hacía ya algún tiempo que a su madre no le preocupaba su comportamiento. Hacía ya algún tiempo que a su madre no le preocupaba él. O quizá sí, quién sabe. Últimamente las cosas en casa resultaban muy confusas, al menos para él. Ni su madre ni su padre le hablaban demasiado. Se pasaban el día de un lado para otro y cada vez parecían más cansados. Ya no hacían las cosas que antes les divertían. Ya no iban al cine ni tomaban café con tía Eva los domingos.

A veces su padre entraba en la cafetería de la esquina y pedía un vaso de agua. Mientras se lo servían, cogía con disimulo el periódico, como si tuviera vergüenza o estuviera haciendo algo malo. Buscaba rápidamente entre sus páginas e, igual de rápido, volvía a dejar el diario en su sitio. En ocasiones apuntaba algo en la pequeña libreta que ahora siempre llevaba en el bolsillo y una pequeña sonrisa se dibujaba en su cara.

También era raro verlo sonreír últimamente, por eso a él no le importaba acompañarlo a la cafetería y permanecer en silencio a su lado, mientras todos lo miraban como con pena. No le importaba en absoluto. Él se quedaba allí, callado y sin apenas moverse, esperando a que su padre sacara esa libreta y sonriera. Aunque esa sonrisa se borrara en cuanto llamaba por teléfono al número que había apuntado, sólo con verla allí, en el cada vez más arrugado rostro de su padre, le hacía sentir que todo estaba bien, que las cosas habían vuelto a la normalidad. Ojalá fuera cierto. Le gustaría poder dar marcha atrás y regresar a aquellos días en los que su madre no tenía que sentarse ante la mesa de la cocina y hacer mil cuentas, sus dedos deslizándose con rapidez sobre las teclas de la calculadora. Le gustaría volver a aquellos días en los que no se escuchaba a su madre, ya bien entrada la noche, llorando en su cuarto mientras su padre murmuraba cosas sin sentido, probablemente intentando calmarla.

Él sabía lo que pasaba aunque nunca le decían nada. Él sabía que no tenían dinero. Se había ido dado cuenta poco a poco, por pequeños detalles: su ropa cada vez más desgastada, la nevera vacía, el frío que hacía en casa y que podría solucionarse sólo con encender la calefacción. Se había ido dado cuenta y ahora estaba completamente seguro de ello.

Con tristeza dio un último vistazo a las ventanas iluminadas, imaginándose a la gente que se hallaría tras ellas. Señoras con floreados mandiles, corriendo de un lado a otro mientras servían la cena. Mujeres con complicados peinados y vestidos de fiesta. Niños con juguetes esparcidos en el salón. Hombres calvos o con bigote que trataban de descorchar una botella de champán sin asesinar a nadie con el corcho en el intento. Podía imaginárselos sin dificultad. El año anterior él había sido uno de esos niños. El año anterior había tenido un enorme árbol en su salón. Pero no este año. Este año las luces de su casa estaban apagadas y sus padres quizá ni se habrían dado cuenta de que él no estaba. Su historia le recordaba un poco a aquel cuento que su abuela le contaba siempre, pues era el único que sabía. “La vendedora de fósforos”, se llamaba. Sólo que él ni era una niña ni vivía en el siglo XIX. 

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